Colaboración del Arq. Edgar Padilla Ulloa

En nuestros tiempos mozos, (hace muchos años por supuesto), liderábamos en Mira, a una juventud sana, amante del deporte, la música, el teatro y demás manifestaciones culturales y sociales que hacían que nos hermanáramos tanto y practicáramos a diario el valor de la solidaridad en todos los eventos de nuestra vida. Este grupo constituido legalmente, era el Club Deportivo Mira.

Había la costumbre de organizar de tiempo en tiempo, los famosos “Dramas”, que eran piezas teatrales escritas en verso por autores románticos que trasladaban al papel, hechos de la vida real, matizados con risas y lágrimas que emanaban de las caracterizaciones magistralmente ejecutadas por diferentes personajes de la obra teatral, a cargo de hombres y mujeres con dotes histriónicas, socios o no del club, seleccionados por el “director” o “directora” de la obra teatral, que generalmente era un profesor o profesora de una de las escuelas de la pequeña población (en ese entonces, era una pequeña población, ahora, una ciudad).

Cuando se había resuelto “presentar un drama”, generalmente se fijaba para una ocasión especial que podía ser la Fiesta de la Caridad, la Navidad o el aniversario del club en las vacaciones de agosto, aprovechando la presencia de los estudiantes que “bajaban” a Mira desde Quito y otras ciudades del país.

Se escogía la obra y se “repartía” los “papeles” estelares y secundarios entre los “artistas”, considerando las características de los personajes y el “parecido” físico y de personalidad que suponía “el director”, debían poseer los mismos. Se fijaba un calendario de “repasos” y luego se entregaba a cada personaje, la parte transcrita de la obra que debía aprendérsela de “memoria”.

Al comienzo, en las primeras noches, el repaso consistía en una lectura caracterizada de la obra por parte de cada personaje. Era la cosa más simpática, ya que tocaba a todos “perder la vergüenza” del resto de compañeros, especialmente si les había tocado un “papel” difícil, o si era “primerizo” en estos abatares del teatro, y las tremendas carcajadas de todos resonaban en la casa en donde se repasaba, al escuchar las caracterizaciones de viejos, niños, ciegos, damiselas tristes, donjuanes alegres y más. Solamente el pensar que debía presentarse en público, era suficiente para sufrir durante todo el lapso de preparación de la obra. Eso no sucedía con aquellos “viejos” artistas que ya habían hecho su debut en otras ocasiones y que eran verdaderos “magos” para eso de las tablas.

En forma paralela al escogitamiento del “drama”, se designaba una comisión del club, que debería buscar un “sainete”, que era una pequeña comedia y que por su naturaleza, debía hacer reír a los asistentes. Esta comisión estaba integrada por los socios más “chistosos” y pilas que existían y ellos mismos, constituían el “elenco” estelar del sainete.

En esta ocasión se había encargado del sainete a la siguiente nómina de artistas: Juan Ramón Navarrete, en el papel de Frankenstein. Aureliano Cazares (El lluro) en el papel del doctor, un actor invitado que no recuerdo quien era y la enfermera, era la Berthita, escogida por su porte pequeñito y su graciosa figura.

El sainete tenía como trama, una operación de corazón abierto que debía realizarse al Dr. Juan Ramón, que estaba sufriendo de una rara enfermedad que consistía en que mientras más pasaba el tiempo, cada vez se hacía más feo. Para realizar esta delicada operación, se debía contratar a un eminente doctor, cirujano plástico, cardio vascular y traumatólogo venido desde los Estados Unidos, el eminente profesor Aureliano, quien traía desde el extranjero, todos los materiales necesarios para tan delicada intervención quirúrgica y a la vez, un ayudante que era el traductor, ya que él no conocía el castellano. Por último, intervenía la enfermera, quien debía colaborar en tan delicado trabajo médico.

Se había preparado en el teatro, cuando llegó el día de la presentación, el “quirófano” convenientemente construido con una camilla de madera, porta sueros, bacinillas, gasas y algodones y para que los efectos especiales, sean verdaderamente “especiales”, una sábana blanca separaba el escenario del público y desde la parte de atrás, con una potente linterna se iluminaba a los actores a trasluz, de tal manera que la impresión que se sentía al ser parte de los espectadores, era de que en verdad estaba sucediendo la operación en el escenario.

El doctor se había colocado un mandil que le quedaba muy grande (pues el lluro era pequeñito, tan pequeñito que los dedos de sus manos parecían plátanos oritos) y se aprestaba a realizar la operación de alta cirugía al actor representado por Juan Ramón, (en cambio, tan grandote que daba miedo si además se escuchaba su voz retumbante de trueno) que hacía las veces de enfermo y que solamente se podría curar con el transplante del corazón.

Pues, este órgano lo mantenían muy bien guardado, tan secretamente que ni la Berthita, que era la enfermera, tenía conocimiento de ello. Junto con el corazón (que era un enorme músculo cardíaco de una vaca recién ejecutada) estaba guardado o camuflado diríamos mejor, junto con una terrible máscara que en forma disimulada y sin que note el público, debían colocarle al enfermo para dar la impresión de que luego de la intervención médica, había quedado “como nuevo”, saldría gritando con su voz de trueno, pero cambiado la cara con esa máscara a la que me he referido que resultaba tan repulsiva y horrible, que daba miedo hasta de verla.

Así sucedió. Aureliano, el doctor, colocaba con un potente “combo”, unos gruesos clavos en el esternón simulado del enfermo. Con un serrucho sin afilar, cortaba sus costillas, mientras que los ayudantes desde el foro, repetían los sonidos clásicos de esta herramienta. Con un formón, construía un hueco en el pecho de Juan Ramón, en donde con mucha delicadeza, sabiduría y sin que nadie lo notara, debería colocar el “nuevo corazón” transplantado.

Mientras esto sucedía y las escenas eran observadas por el público atónito a través de la sábana hábilmente colocada, con las figuras a trasluz, la enfermera Berthita, ni se imaginaba lo que iba a pasarle, pues, en forma sorpresiva, el enfermo se levantaría gritando como loco, completamente manchado de sangre (que en este caso era anilina roja) y con una careta o máscara horrible debía dirigirse directamente donde ella, tomarla en sus brazos, cuan pequeña era y acariciarle dulcemente entonando una romántica canción.

Todo lo narrado sucedió en la realidad. Terminada la operación quirúrgica, el enfermo se levantó cuan largo era y lo más espectacular fue que la enfermera Berthita, al verle a Juan Ramón en esa facha, salió corriendo como loca del escenario, gritando: mamiiiiita, mamita, saltó a la platea y se refugió en brazos de su madre, mientras atrás con paso de vencedores, Juan Ramón suplicaba su cariño. Con paso de gigante caminaba por entre los asientos, en donde cundía el miedo, la desesperación y la alegría, al ver al enfermo curado, y más enamorado que nunca

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