Colaboración del Arq. Edgar Padilla Ulloa

Mira, es una pequeña ciudad ubicada en la parte sur occidental de la provincia del Carchi. Lo que les voy a narrar sucedió hace más de tres décadas, época en la cual, las calles quebradizas, de cangagua o barro agrietado profundamente por la desertificación producida por las prolongadas sequías y grandes lluvias, parecen lechos de ríos secos; con vientos huracanados que en verano silban pregonando su gran potencia destructora. Se siente en el rostro, el golpe de pequeñas partículas de polvo levantadas por el aire, que luego se convierten en “ventarrones” tan grandes que hacen volar los sombreros de los transeúntes y las faldas y chalinas de las señoras que salen a comprar “paspas” en la tienda de la esquina, para tomar el café de las cuatro y se han quedado “chismeando” alguna noticia fresquita de las que siempre suceden en el pueblo.

Fui testigo de este hecho, ya que desempeñaba patrióticamente las funciones de profesor de la escuela de niños, muy famosa tanto por los personajes que en ella se educaron, como por los docentes que allí ejercieron su trabajo magisterio.

Era a mediados de junio. Era la noche del jueves la que presagiaba un acontecimiento importante que iba a suceder al otro día, pues, se había anunciado que los directivos del “Centro Pedagógico de Espejo”, (pues, no éramos todavía cantón) habían designado a Mira, para que en ella se realice una reunión con los colegas maestros de toda la provincia, en el cual, se discutiría una agenda que incluía asuntos de índole educativo, social y político para luego, en la tarde, entrar a la parte social que era la más apetecida y esperada por todos, ya que era la oportunidad de hacer nuevas amistades y en muchos casos, amasar noviazgos o casamientos, ya que llegaban profesoras solteras, simpáticas y bonitas de diferentes lugares de la provincia que flechaban sus destinos con jóvenes igualmente solteros (o en proceso de separación) con quienes se encontraban en este evento.

El viernes, amaneció más temprano que de costumbre, o al menos así nos parecía a quienes éramos los organizadores de esta reunión “clasista” y era porque estábamos conformando diferentes comisiones de atención a aproximadamente trescientos docentes que viajarían a Mira en diferentes medios de transporte, principalmente buses contratados en cada lugar, para llegar a tiempo y volver seguros a sus respectivas casas.

Se habían organizado comisiones. Unos conformaban la comisión de recepción (especialmente mujeres) y era la encargada de dar la bienvenida a los compañeros de otros lugares y trasladarles al sitio de la reunión, sonriéndoles frecuentemente para que se sientan bien. Otros, harían que la comida esté lista y a tiempo de hambre. Aquellos arreglaban el salón para el evento de clausura que culminaba con el baile general y los más pilas, eran los que elaboraban “técnicamente” la bebida tradicional del pueblo, que se denominaba “el tardón”. Este nombre tan interesante, de esta bebida, según los entendidos, se debía a la velocidad con la que “chumaba” la cabeza a quienes la habían ingerido, especialmente si después de hacerlo, tomaban el denominado “fijador”, que era una copita de trago puro o “puntas”, de la hacienda de Santa Ana, servida en un recipiente confeccionado en un “canuto” de juco o como los quiteños lo llamaban “carrizo”, pues, el tardón era tan “dulce”, porque era elaborado con jugo puro de naranja con mucha azúcar, que apetecía ingerir el traguito después del vaso de esta bebida, que era servido por los profesores con mucho cariño y generosidad a sus compañeros, tomándolo de un “balde” que lo cargaban de un lado para el otro. Apetecía en muchas ocasiones repetirse, ya que el cálido clima producía sed y con el tardón, de alguna manera se la calmaba.

Tomaban uno, luego otro y atrás el fijador, y “adiós”, como decía mi abuelita Ofelia cuando algo se había consumado. Por eso se llamaba el tardón, porque no se “tardaba” nada para dejarle grogui a quien lo haya ingerido.

Pues bien, terminada la reunión “técnico pedagógica” de los profesores, en la cual, no se cansaban de admirar a sus compañeras (ellos) y a sus compañeros (ellas) la comisión correspondiente, solicitó comedidamente a todos, dirigirse al sitio de la “comilona” y luego, trasladarse al lugar del baile de clausura, en donde se serviría también, el famoso “tardón” de Mira.

Todo sucedió como estaba previsto. Terminada la jornada matutina de trabajo, vinieron los discursos de bienvenida y agradecimiento por la cálida hospitalidad de los anfitriones y los deseos porque luego de la intensa jornada de trabajo, regresen los compañeros a sus lugares de origen, sanos y salvos y que vuelvan pronto. Siendo las doce del día, el director de la escuela expresó el último discurso, clausurando al mismo tiempo el evento. Todos aplaudieron contentos, no porque se había terminado la tarea, sino porque guardaban las esperanzas de “hacerse” de alguna enamorada o enamorado, según el caso, cuando se inicie el baile, al calor de la famosa bebida de la cual tanto habían escuchado.

Todos vistiendo sus mejores galas, acudieron al salón del baile, luego de haber ingerido un buen plato de hornado con papas, mote, choclos y aguacate, productos tradicionales de Mira, tras de lo cual, la chicha fresca, completó el ágape, manifestando todos satisfacción al estar llenos la barriga y prestos para que “baje la comida” en el baile. Así fue. Todos bailaron al son de la música de un famoso equipo de sonido que en ese entonces se denominaba “radiola” y que habían conseguido no se dónde los de la comisión encargada.

Tomaron, bailaron, rieron, cantaron y gozaron al ritmo de la música, al calor del tardón y la copita de fijador, hasta que después de una hora y media más o menos, todos estaban cansados y eufóricos hasta el delirio por el efecto de esta bebida, hablando de la amistad, del amor en tiempos de guerra, de pedagogía, de niños, de supervisores molestosos, de esto, de aquello, hasta que llegó la hora de la culminación del evento, que fue marcada porque se terminaron las “agujas” del aparato y la música, feneció.

Todos estaban dirigiéndose a los vehículos para regresar a sus lugares de origen, pero era tal la chuma que tenían, que casi ninguno daba con el bus que le tocaba tomar para el regreso, sino que se embarcaron en el que más cerca estaba de ellos. Esto sucedió con hombres y mujeres.

Los únicos sobrios eran los responsables choferes que a eso de las seis de la tarde, emprendieron el regreso a sus lugares de origen, una vez que los buses estaban llenos, sin percatarse de quienes eran sus pasajeros. Como corolario de esta historia, todos habían llegado felices y contentos luego del Centro Pedagógico, no a su tierra ni donde sus mujeres, maridos, hijos o familiares, sino a lugares distintos a los de su origen, es decir, los de Huaca se habían embarcado en el carro de la Estación Carchi, los de El ángel, se habían ido a parar a Tulcán, los Sangabrieleños habían llegado a Julio Andrade, éstos a San Vicente de Pusir, los profesores negritos de tierras calientes como la Concepción, Santa Ana y la Estación Carchi, se morían de frío a la madrugada, porque habían llegado a San Isidro Labrador. Solamente los genios mireños estaban felices en su tierra. Seguían tomando el famoso tardón y despidiendo a los últimos compañeros que siendo de Bolívar, se estaban yendo a Mascarilla.

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